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Carlos Echeverry Ramirez

Fragmentos de Crónicas y anticrónicas de Barcelona (l)

 

©20014-2017---Carlos Echeverry Ramírez -- Colombia

Catonet Grupo y Charrúa Editores.

Reservados todos los derechos ante CIPO y WIPO

“Amor ausente, amor mío, ¿recuerdas cuando oías los aplausos de los poderosos y que al final solo eran mediocres que te aplaudían sin parar? Reías mucho en esas noches y eras la más bella. Tranquila e indiferente, ponías el precio al mejor postor como querías. Mirabas segura a todos los hombres, los dominabas con tus ojos y de todo creías tener el control. Convencida estabas de que podías conquistar el mundo y tenías a tus pies todo, donde y cuando lo querías. Sin esconderlo, casi en llanto y al final de la noche en medio del licor, la heroína y la marihuana, bajo las luces de neón o en las habitaciones en penumbra llenas de espejos, decías al hombre de turno: ‘Solo te pido que me quieras un poquito’. Era lo que le pedías desesperada, implorando por el amor en esos segundos eternos en que susurrabas al oído de todos ellos, y más que todo a quien  no has podido olvidar nunca, nunca: el mío. Tu aliento, tu risa al amanecer como murmullos alegres, el trinar de pájaros con la aurora, tu sangre, nuestro hijo... aquel que pudo ser y nunca fue. ‘Te quiero más que nadie en este mundo’, le decías cuando hacías en ese entonces tu tesis de grado.”

“¿Recuerdas cuando juntos besábamos el universo en noches de amaneceres suaves y tibios con olor a mango dulce, allá en la ardiente llanura de la vida? Tu vida, la nuestra…  hoy  solo es dolor y llanto en tu vejez y en la mía. Recuerdas cuando solos los dos, arrullados por el canto de las cigarras y los colibríes al mediodía, bajo los siete gigantescos palos de mango del patio de tu casa, allá en la llanura y el litoral, en medio de besos ardientes creíamos equivocadamente que el amor era eterno, que me serías siempre fiel, antes que a él. Al oído me decías con ternura: ‘Seré siempre tuya,  amor”. Me hiciste creer que íbamos a ser jóvenes y bellos y que los amaneceres serían siempre nuestros. Me abrazabas y me hacías sentir dueño del mundo. Me besabas todo íntegro y me decías: ‘Todo lo tuyo es mío, amor, y lo mío es todo tuyo’. Así me hacías sentir y te creía ciegamente como un niño. Soñábamos que todo era nuestro, que por estar juntos merecíamos todo y nos apropiábamos del mundo sin tener la suficiente madurez. Éramos   dueños de los rojos atardeceres en la llanura con su suave briza sin pensar en más.

“Amor, mi dulce amor, ahora que  bailo lentamente y que mi cuerpo  no responde por los dolores, ahora que estoy desdentado, con el rostro surcado de arrugas y calvo, solo quiero decirte con alegría, que  únicamente me quedan las ilusiones de aquellos días cuando me pusiste a soñar con un mundo mejor, más justo y solidario para todos. Me enseñaste a pensar un mundo sin hambre, sin miseria, y me enseñaste a soñar un futuro para los dos. Me enseñabas a desear el amor en esos  fríos amaneceres  sobre el colchón viejo tirado en el piso, cuando todavía no me habían robado las ilusiones y aún creía en ti. Cuando era joven y todavía te esperaba. Esta noche, amor, mi amor cuando quizás nadie te espera, tú, una anciana igual a los que me acompañan en este momento en mi habitación te pensamos y deseamos que tu vida no sea dura”.

 “Cada noche es una despedida y un canto a la vida, un rechazo total a la  violencia de este mundo. Una protesta a su injusticia. Un llanto de alegría por estar con vida. Esta fiesta en esta noche, es una despedida porque a nosotros los ancianos ya nadie nos espera en ningún lugar y solo la muerte nos da una bienvenida.

Y en medio de esta noche estoy pensando en ti, mi amor de la llanura, ¡amor miserable!, maldito amor...  esperando la muerte sin saber nada de ti durante los últimos años, esperándote sin esperanza alguna, como garza en la laguna…

Continua....

Fragmento 2

Cuentan que a la mañana siguiente Isabelina se levantó para hacer  agua de panela, cocinar unos plátanos y freír el pescado, como era su costumbre. Se encomendó a Dios por su vida, besó con fervor el escapulario y la medallita de san Benito que le había regalado el cura Óscar.  Prendió el fogón en la parte trasera de su rancho. Atizaba los maderos y avivaba la llama tarareando una melodía, y entre bostezos miraba también entretenida el río, como todos los días. Entonces creyó por un instante que estaba alucinando al ver un extraño brillo en el río, a unos cincuenta metros de distancia, dentro de las anchas y apacibles aguas. ‘Muy extraño’, pensó alejándose del fogón. Más rara se sintió cuando vio que eso que brillaba como un espejo parecía llamarla desde el playón. Caminó nerviosa hacia la orilla del río, sacó de entre sus caídos y arrugados senos un escapulario con la imagen de José Gregorio Hernández, la virgen de Guadalupe y la medallita de oro con la cara de Simón Bolívar, y los besó otra vez sintiéndose invencible en su fe, deseando que las serpientes se alejaran de su camino y no estuvieran por esos lados, porque con la crecida del río y la luna llena de la noche anterior era el momento indicado para que anduvieran por el lugar. Llegando asustada a la orilla del río y dándose la bendición otra vez para mirar mejor lo que la extrañaba, solo atinó a exclamar: -‘¡Dios mío!, ¿qué es eso?’-. Luego avanzó un poco más a un pequeño alto en la orilla para poder apreciar con mayor claridad lo que había visto desconcertada desde su rancho y en el corto trayecto recorrido. Se puso como pudo las  gafas con un solo vidrio de su difunto marido, y logró distinguir en la distancia a un hombre muy dormido en paz eterna, entre el brillo de las mansas aguas y las blancas piedras del río, muy quieto, allá en las titilantes arenas del playón.

“Sorprendidos nos quedamos cuando fuimos a rescatar el cadáver al playón del río. El cuerpo estaba en una posición extraña, como si él mismo se hubiera recostado lentamente y acomodado sobre  un montículo de arena. Este cadáver estaba bien vestido, recién bañado y afeitado. Mientras fumábamos y amarrábamos la lancha, observamos que el difunto apretaba en su mano izquierda una antigua cruz de plata que llevaba inscrita la palabra “Toht”. El semblante del hombre reflejaba mucha paz. Su expresión daba a entender que había muerto tranquilo. Mostraba una sonrisa santificada que lo hacía parecer un iluminado, un escogido entre todos los hombres de esta tierra. Todos creíamos con certeza en ese instante que quizás estaba predestinado a reencarnarse en pocos días en un ser especial, en un ángel. Parecía un Cristo negro.”

©2004-2017     Carlos Echeverry Ramirez-Colombia

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